Cómo mueren los mitos(1)
Aquí
se tratará de la muerte de los mitos, no en el tiempo sino en el espacio. Se
sabe, en efecto, que los mitos se transforman. Estas transformaciones que se
operan de una variante a otra de un mismo mito, de un mito a otro mito, de una
sociedad a otra sociedad para los mismos mitos o para mitos diferentes, afectan
ora la armadura, ora el código, ora el mensaje del mito, pero sin que éste deje
de existir como tal; respetan así una suerte de principio de conservación de la
materia mítica, en los términos del cual de todo mito podría siempre salir otro
mito.
No
obstante, ocurre a veces que en el curso de este proceso la integridad de la
fórmula primitiva se altera. Entonces esta fórmula degenera o progresa, como se
quiera, más acá o más allá de la etapa en que los caracteres distintivos del
mito siguen siendo reconocibles, y donde éste conserva lo que, en el lenguaje
de los músicos, se llamaría su carrure. En tales casos, ¿en qué, pues,
se transforma el mito? Esto es lo que nos proponemos examinar aquí en un
ejemplo.
Con
sus vecinos meridionales Sahaptin, los pueblos de la familia lingüística salish
ocupaban, en la época histórica, un área prácticamente continua que se extendía
de las montañas Rocosas al océano Pacífico, cubriendo en términos generales las
cuencas de los ríos Columbia al sur y Fraser al norte. En este vasto territorio
se recogieron las variantes numerosas de un conjunto mítico organizado en torno
a la historia de un vejete pobre, enfermo y despreciado, generalmente llamado
Lince. Por astucia, fecunda a la hija del jefe del pueblo; en vano se
interrogan a propósito de aquel embarazo incomprensible. Nace un niño que
designa a Lince como su padre; los pueblerinos indignados abandonan a la pareja
sin fuego y sin comida. Solo o ayudado por su mujer, Lince recupera su
naturaleza verdadera, que es la de un guapo joven y cazador experto. Gracias a
él, la familia vive en la abundancia, en tanto que los del pueblo que se
alejaron se mueren de hambre. Finalmente, se resignan a volver y piden perdón,
que obtienen, junto con vituallas, quienes no se habían encarnizado demasiado
maltratando y desfigurando al héroe.(2)
Reducido
a sus contornos esenciales, el mito posee una difusión muy vasta, puesto que se
encuentra hasta en América tropical, entre los antiguos Tupinambá de la costa
oriental de Brasil, y también en Perú. La originalidad de los Salish consiste
en haberlo desarrollado en dos formas paralelas: una en que el hijo de Lince,
arrebatado por un buho y luego liberado por los suyos, reviste la piel de un
viejo sanioso que, quemada, dará nacimiento a la niebla; otra en que un niño,
venturoso o desdichado según las versiones, se hace dueño del viento que en
aquel tiempo devastaba la tierra; luego, después de haberlo capturado y
disciplinado, se expone a peligros de los que escapa gracias a un personaje
llamado Coyote. Que esta segunda forma tome mucho del viejo folklore francés,
difundido en el siglo XVIII por los coureurs des bois canadienses, es
algo que plantea un problema que hemos intentado resolver en otra parte(3) y que no tiene por qué
ocuparnos aquí. Bastará, para atestiguar la simetría entre las dos formas,
señalar que, en las creencias de la región que nos interesa, y más allá hasta
los Pueblo orientales, el lince y el coyote constituyen una pareja de términos
en correlación y oposición, y que otro tanto ocurre con la niebla y el viento,
al origen de los cuales se dedica respectivamente cada serie mítica; o sea dos
tipos de fenómenos atmosféricos, pero exclusivos el uno del otro. Además, los
héroes de cada serie, hijo de Lince o protegido de Coyote, reproducen
personajes (con los que a veces hasta se identifican) que llevan nombres muy
parecidos: Tsaauz, Ntsaâz, Snánaz, según los dialectos, y entre los cuales los
informadores indígenas perciben un parentesco.(4) Ahora bien, aun cuando el
chico llevado por un buho no es el hijo de Lince, conserva con él una afinidad
metafórica: los dos son amos de la niebla y, en momentos diferentes del relato,
ambos ocultan su identidad bajo la piel saniosa de un viejo. Si la relación
entre ellos es de semejanza, en la serie simétrica prevalece una relación de
contigüidad entre Coyote y el joven héroe dueño del viento: su colaboración
resulta de un simple encuentro. Por último, a la captura del primer héroe por
un buho hace eco el nombre que lleva el segundo, pues, en lengua shuswap, se
llama Snánaz, cuyo sentido, según los informantes, sería precisamente “buho”.(5)
Es
entre los indios del río Thompson, que ocupan una posición central en el área
lingüística salish, donde se encuentran las dos series de la manera mejor
articulada. Ya sus vecinos septentrionales Shuswap, también de lengua salish,
dejan disgregarse el conjunto; al decir de su mejor conocedor, J. Teit, estos
indios dividían a menudo su versión del mito de Snánaz, dueño del viento, en
dos historias separadas. En cuanto al mito simétrico, relativo a un niño llorón
e insoportable amenazado por el buho y luego llevado por éste, se debilita y
tiende hacia una expresión que pudiera llamarse mínima: desde el punto de vista
cuantitativo primero, pues la trama se reduce al rapto del héroe, su liberación
subsiguiente y la transformación del hombre-buho en pájaro ordinario,
anunciador de muerte (función que todos los Salish del interior y muchos otros
indios atribuían al buho); desde el punto de vista cualitativo en seguida, en
vista de que de ogro -por ejemplo entre los Kutenai, grupo lingüístico aislado,
limítrofe con los Salish por el este(6)- el buho del mito shuswap se transforma en
sabio y poderoso mago que, lejos de reducirlo a servidumbre, imparte su saber
al joven héroe y hasta lo hace superior a él.
Por
consiguiente, siguiendo el mismo mito desde el sur hacia el norte, se observa
primero una atenuación, y ésta afecta por una parte la longitud y la riqueza
del relato, por otra la intensidad dramática de los motivos, como si la trama
se aflojase y se contrajera al mismo tiempo.
Representantes
los más septentrionales de los Salish del interior, tanto por la lengua como
por la cultura, los Shuswap exhiben todavía una afinidad marcada por sus
vecinos del sur. Pero, si se lleva la indagación más allá, se franquea un
umbral doble. Hacia el noroeste, los Shuswap topaban con los Chilcotin,
primeros representantes de la gran familia lingüística athapaskan que se
extendía de manera continua, al norte y al noroeste, hasta los territorios
esquimales. Desde el punto de vista cultural, los Chilcotin se apartaban del
modelo sociológico amorfo, típico de los Salish del interior, y se acercaban
más a las culturas indígenas que les eran contiguas en la costa del océano
Pacífico: así las de los Kwakiutl, Bella Coola, Tsimshian, etc., caracterizadas,
como es sabido, por una organización social compleja con división en clanes y
en fratrías, por un sistema de clases que distinguía entre aristócratas, gente
del común y esclavos, fundado en nacimiento, orden de primogenitura y riqueza,
y, en fin, por su prodigioso florecimiento de las artes gráficas y plásticas,
de las que constituyen ejemplos bien conocidos los grandes postes llamados
totémicos, ricamente esculpidos, y las máscaras ceremoniales.
Estas
particularidades lingüísticas y culturales testimonian un pasado histórico que
distingue los Salish, ocupantes del mismo territorio desde hace varios
milenarios, al parecer, de los Athapaskan, cuya llegada sería más reciente. El
umbral formado por la frontera septentrional del área salish debió pues de interponer
un obstáculo apreciable a la comunicación. Se observa a menudo, en casos de
este género, que los sistemas mitológicos, después de haber pasado por una
expresión mínima, recuperan su amplitud primitiva más allá del umbral. Pero su
imagen se invierte, un poco a la manera de un haz de rayos luminosos que
penetran en una cámara oscura por una abertura puntual y constreñidos por este
obstáculo a cruzarse, de suerte que la misma imagen, vista de pie afuera, se
refleja de cabeza en la cámara.(7) Conforme a este modelo, la versión Chilcotin del mito del
muchacho arrebatado por un buho restituye una trama tan rica y desarrollada
como la que podía encontrarse entre los grupos salish del sur de los Shuswap.
Pero, de modo significativo, varias proposiciones esenciales voltean y sufren
transformaciones que a veces llegan a una inversión del sentido.
¿Cómo
cuentan pues los Chilcotin el mito? So pretexto de darle de comer, un buho
-dicen- atrajo y se llevó a un chiquillo que lloraba sin interrupción. Lo crió,
lo hizo crecer muy de prisa mediante operaciones mágicas y le puso un collar de
conchas dentalia. Los padres se echaron a buscar a su hijo y dieron con
él, pero él, que estaba a gusto adonde el buho, empezó por negarse a seguirlos.
Por último se dejó convencer, y la reducida tropa escapó después de haber
incendiado la cabaña del buho. El hombre-ave persiguió a los que huían, quienes
se emboscaron junto a una pasarela que había de cruzar. Asustado por el héroe,
que blandía manos ganchudas, pues se había armado los dedos con cuernos de
cabra que hacían de temibles garras, el buho cayó al agua, volvió a la orilla a
nado y abandonó la persecución. El poblado festejó al héroe; apareció adornado
de pies a cabeza con las conchas que se había llevado, las distribuyó a la
redonda; es desde aquella época cuando los indios poseen aderezos de conchas dentalia.
Un
día la madre del héroe encontró que estaba sucio y le mandó bañarse. Se negó,
ella lo obligó; él se zambulló en el agua y desapareció. Desconsolada, la madre
se instaló en la orilla del lago, de donde no quiso moverse ya. Llegó el
invierno. Las mujeres del pueblo acudían a la orilla del lago para abrir
agujeros en el hielo y sacar agua. Siempre vivo en las profundidades, el héroe
se entretenía rompiéndoles los baldes. Dos hermanas lo capturaron usando como
cebo un cubo ricamente decorado. El héroe estaba tan ablandado y debilitado por
su permanencia en el agua, que ya no podía andar. Las hermanas intentaron en
vano raspar el limo que lo cubría y que le hacía como una segunda piel. Lo
transportaron hasta su cabaña, donde se calentó junto al fuego, y cuidaron de
él.
Aquel
invierno fue de excepcional rigor, los víveres empezaban a escasear y los
hombres no conseguían la madera indispensable para fabricar raquetas para la
nieve y cazar. Aunque convaleciente, el héroe salió a rastras, recogió madera
precisamente bastante para un par de raquetas, pidió a una de las mujeres que
metiese tal colecta y que la sacudiese a media altura de la escala que servía
para descender a la cabaña, en parte subterránea entre estos indios, y a la
cual se penetraba por el techo. Así agitada, la madera se multiplicó y llenó la
cabaña. Los cazadores pudieron hacerse raquetas y salir, pero no encontraban
qué cazar. Reinó el hambre.
Entonces
el héroe pidió flechas a la gente del poblado y partió a cazar a su vez. En
secreto se deshizo de su piel de limo, que escondió. Con su apariencia primera,
mató numerosos caribúes que, cubierto otra vez de limo, distribuyó a quienes le
habían dado buenas flechas. Pero Cuervo había dado una flecha blanda, y no le
tocó en el reparto más que un coyote, pieza miserable. De ahí que espiara al
héroe, y halló la piel de limo en la horquilla de un árbol. Cuervo la escondió;
vio al héroe volver, joven, bello, adornado de conchas. Desenmascarado, éste
quedó tal como era y desposó a las dos hermanas que lo habían curado.(8)
Para
hacer aparentes todas las transformaciones o inversiones que se producen en
esta lección athapaskan de un mito más difundido entre los Salish, sería sin
duda deseable citar las otras variantes. Eso nos llevaría demasiado lejos, así
que nos resignaremos a proceder por alusiones. En lugar de que, como suele ser
el caso, el buho penetre en la cabaña para llevarse a la criatura, aquí la
atrae afuera. La versión shuswap, resumida más arriba, había realizado ya la
transformación del buho, monstruo caníbal entre los Kutenai, amo huraño en
otras partes, en bienhechor. El relato Chilcotin lleva la transformación en el
mismo sentido, pero invierte la función del hombre-pájaro, dador de poderes
espirituales entre los Shuswap, y que se vuelve el poseedor de riquezas
materiales -las conchas dentalia- de que el héroe se apodera antes de
huir. Es a este acontecimiento al que el mito hace remontarse al origen de
estos preciosos joyeles; les otorga pues un carácter a la vez exótico y
sobrenatural, misterioso, que los Chilcotin tenían buenas razones para sostener
a sus vecinos Salish del interior quienes, más apartados de las costas, no
podían procurarse dichas conchas más que por mediación de aquéllos; por lo
demás, designaba a los Chilcotin mediante una palabra que significa “‘gente de
los dentalia”. Mas la realidad era muy otra: únicos en poderse comunicar
con los Bella Coola por los cuellos que atraviesan la cadena costera y situados
en su territorio, los Chilcotin compraban las conchas a estos pescadores, y
tenían un verdadero monopolio de ellas con respecto a los Salish de la meseta.
Estos, principalmente los Thompson y los Cœur d’Alêne, utilizaban una serie
mítica simétrica con la que estamos discutiendo para explicar cómo perdieron el
origen, otrora local, de las conchas dentalia: lo que pone su mito en
oposición diametral con aquel con el que los Chilcotin pretendían explicar cómo
fue adquirido por ellos el origen exótico de tales aderezos.
No
menos revelador aparece, en el mito chilcotin, el episodio durante el cual la
madre del héroe quiere forzar a éste a bañarse. Si se repasan todas las
variantes de este episodio a lo largo de un eje sudeste-noroeste, donde se
suceden, en este orden, los Cœur d’Alêne, los Thompson y los Chilcotin, se
observa en efecto una triple transformación. En la versión cœur d’alêne, la
madre sediente pide a su hijo agua, que él niega. En la versión thompson, el
hijo incomodado por el calor toma un baño a pesar de la prohibición de su
madre, lo cual es lo contrario del episodio chilcotin(9). Así la función semántica
del agua pasa de la bebida al baño, es decir de contenido a continente
corporal: pues el agua de beber va por el cuerpo como el cuerpo va por el agua
de baño. Al mismo tiempo, el hijo negativo se invierte a madre negativa, la
cual se invierte a su vez a madre positiva:
Cœur d’Alène: Thompson: Chilcotin:
AGUA: contenido continente continente
PROTAGONISTAS: hijo (-) madre (-) madre (+)
Todas
las versiones comprenden la secuencia invernal, pero en tanto que, en las de
los Salish del interior, los del poblado carecen de leña, en la versión
chilcotin empiezan por carecer de agua, que el héroe impide a las mujeres sacar
cuando se entretiene rompiendo sus baldes. Sin duda la madera desempeña un
papel en esta versión, pero a título de material, y así en oposición con la
otra función que puede tener la madera, alimentando el hogar. Esta oposición se
redobla, además, por las maneras, distintas aquí y allá, como el héroe obtiene
la multiplicación de una pequeña cantidad de madera: sacudida a media altura de
la escala o volcada directamente de lo alto a lo bajo. Este último método,
único conservado por las versiones salish, remite con tanto mayor certeza al
que emplea el personaje, llamado Lince, de quien hablamos al principio de este
capítulo, para fecundar a la hija del jefe (escupiendo u orinando, desde lo
alto de la escala, sobre la muchacha dormida a su pie), cuanto que, en algunas
de estas versiones, el chico capturado por el buho es hijo de Lince, y que, en
mito chilcotin, donde no lo es, reviste con todo una piel de limo que, al
llevarla, lo hace débil y enfermo, al ejemplo de Lince, revestido de la piel
saniosa de un viejo, y del hijo de Lince, que, apenas liberado del buho, adopta
voluntariamente el mismo atuendo. Se recordará que esta piel, escamoteada al
héroe y quemada, da nacimiento a la niebla, en perfecta simetría con el limo
que vuelve el agua opaca como la niebla hace con el aire, y cuya afinidad
acuática se inscribe en correlato de la que los mitos salish conciben entre la
niebla, el humo y el fuego.
Por
último, la relación con la serie mítica donde un héroe se hace amo del viento
-débilmente atestiguada entre los Chilcotin- resulta de la aparición del coyote
en posición invertida en el otro mito: como caza mísera, instrumento pasivo de
la venganza del héroe contra el cuervo que lo ha socorrido mal; en tanto que,
en las versiones fuertes sobre el origen del viento dominado, como hemos visto,
el coyote proporciona activamente al héroe la ayuda que le permite escapar de
una situación peligrosa.
A
priori,
nada parece prohibir que más allá de los Chilcotin el mito pueda franquear
otros umbrales, cuyo tránsito sería señalado por una contracción y una
atenuación de la trama, y más allá de los cuales se recuperaría su imagen
primitiva, invertida de otra suerte según nuevos ejes, Pero es también
concebible que transponiendo umbrales sucesivos la impulsión afabuladora se
agote y que el campo semántico de las transformaciones, fácil de explotar al
principio, ofrezca un rendimiento decreciente. Volviéndose menos y menos
plausibles a medida que se engendran unos a otros, los últimos estados del
sistema impondrían tales distorsiones a la armadura mítica, pondrían su
resistencia a tan ruda prueba, que ésta acabaría por ceder. Entonces el mito
dejaría de existir como tal. O bien se desvanecería para ceder el puesto a
otros mitos, característicos de otras culturas o de otras regiones; o bien,
para subsistir, sufriría alteraciones que afectasen no ya solamente la forma,
sino inclusive la esencia mítica.
Tal
es, por cierto, lo que cree uno observar en el caso particular que nos ocupa.
Al norte de los Chilcotin vivían los Carrier, miembros también de la familia
lingüística athapaskan pero muy diferentes por el lado de la cultura. Los
Carrier debían en efecto su nombre a costumbres distintivas; sometían a las
viudas a constreñimientos particularmente rigurosos, como la obligación de
cargar, durante un período prolongado, con la osamenta del difunto. Ahora bien,
se vuelve a encontrar entre ellos la célula generatriz de nuestro conjunto
mitológico tal como, lejos hacia el sur, existía entre los Sahaptin y los
Salish, pero con una forma singularmente transformada. Los Carrier narran la
historia de un muchacho pobre y huérfano, que poseía por única vestimenta una
piel de lince. Al azar de un paseo, sorprendió desnuda a la hija del jefe. Ella
no lo vio, pero lo reconoció en seguida por el contacto de sus manos rugosas
que rozaron su cuerpo; para escapar al deshonor, se casó con él. El jefe aceptó
con gusto aquel yerno poco digno de él; mediante presentes de vestidos y
aderezos, lo “lavó” de su pobreza. Le convino, pues el joven reveló ser un
cazador consumado y destructor de los monstruos que perseguían a los indios.
Sin embargo, un día pereció enfrentándose a un lince gigantesco y homicida. La
joven inconsolable se suicidó sobre el cadáver de su esposo.(10)
Cuando
se compara este relato con la historia de Lince tal como la hemos resumido al
principio de acuerdo con las versiones sahaptin y salish, se advierten varios
tipos de cambios. Algunos se presentan como inversiones: en lugar de viejo, el
héroe es joven; sorprende a la hija del jefe en el exterior del poblado y no en
el interior de la cabaña o muy cerca de ésta. En segundo lugar, todo acontece
como si la versión carrier reemplazase sistemáticamente expresiones literales
por su equivalente metafórico: vestido hecho de una piel de lince, que
caracteriza a un héroe llamado por lo demás Lince; contacto simbólico con el
cuerpo de la joven, que reemplaza su fecundación real; asimilación no menos
simbólica de la pobreza, de la que los presentes del jefe “lavan” al héroe, a
la piel de limo de la versión chilcotin, que las dos hermanas procuran
vanamente lavar, y a la piel saniosa de un vejete en las versiones salish en
que el héroe, cuando se la quita, aparece adornado de riquezas que poseía ya.
Por último, en lugar de una historia inspirada por una noción de justicia
distributiva y que concluye con la separación de los protagonistas en dos
campos -los malos que son castigados, los buenos que son perdonados-, tenemos
aquí una trama cuya marcha conduce a un término trágico e ineluctable. Todos
estos caracteres muestran que con esta versión carrier se consuma un paso
decisivo de una fórmula hasta entonces mítica a una fórmula novelesca, y en el
seno mismo de la que el mito inicial, que era, no lo olvidemos, “la historia de
Lince”, se manifiesta como su propia metáfora: el lince monstruoso, que surge
de manera inmotivada al final, y que castiga menos a un héroe, portador de
todas las virtudes, que al relato mismo, por haber olvidado o mal entendido su
naturaleza original y haber renegado de sí en cuanto mito.
Consideremos
ahora otro umbral: el que, al noroeste, separaba los Athapaskan del interior,
de las tribus de la costa del Pacífico cuyas particularidades sociales y
culturales hemos reseñado brevemente en la p. 244, y a las que convendría
añadir las de orden lingüístico. Establecidos en la desembocadura de los ríos
Nass y Skeena, los Tsimshian, que hablan una lengua aislada, quizás emparentada
con la gran familia Penutian, estaban divididos en clanes que llevaban
patrónimos animales. El clan del Oso, de la subtribu Nisqa, justificaba con una
leyenda su derecho exclusivo a portar un frontal de tocado ceremonial hecho de
madera esculpida y pintada, incrustado de nácar de haliótide y que representaba
una faz de buho rodeada de un friso de figurillas menudas, antropomorfas y con
garras. Un jefe -cuentan- tenía un hijo pequeño que chillaba sin cesar. Lo
amenazaron con el buho, que en efecto pareció y que se llevó no al chiquillo
insoportable sino a su hermana, a la que instaló en lo alto de un árbol de
donde nadie, a pesar de sus lamentos, consiguió hacerla descender. Se resignó
por fin, se calló y casó con el buho. Pronto dio a luz un hijo y, cuando éste
hubo crecido, pidió a su marido permiso para mandarlo adonde los humanos. El
buho consintió, compuso un canto de circunstancia y esculpió un tocado a su
imagen. Condujo a su mujer e hijo a su poblado. Una vez que la madre hubo
certificado el estado civil de su hijo junto a los suyos, volvió a partir con
su marido dejando al niño, que legó más tarde al clan de su procedencia el
tocado esculpido por el buho y el canto que éste le había enseñado: “¡Oh,
hermano! El Buho Blanco me ha donado este árbol por asiento.”
Para
simplificar la discusión, dejaremos a un lado el personaje de la hermana. Su
presencia en la trama se explica, en efecto, por una transformación cuyo origen
y razón habría que buscar en versiones salish del Fraser, en particular entre
los Stseelis o Chehalis,(11) y que no es éste el lugar de examinar. Contentémonos con
mostrar en qué se aleja esta versión tsimshian de las de los Chilcotin y de los
Salish del interior. En tanto que los Carrier se referían a estas últimas por
un juego de metáforas, es claro que el relato tsimshian hace intervenir
exclusivamente relaciones de contigüidad. Sobre todo, no se presenta como un
mito sino como una leyenda que relata acontecimientos tenidos por históricos y
destinada a cumplir una misión precisa y limitada: la fundación de ciertos
privilegios clánicos. Y sin embargo, se trata incontestablemente del mismo
mito, ya que el tocado esculpido, publicado por Boas,(12) representa personajes que
tienden, hacia el buho al que rodean, manos con garras amenazadoras: motivo que
la leyenda tsimshian, tal como la recogió Boas, no explica, pero del cual sus
informantes no dejaban de estar advertidos, puesto que llamaban a estos
personajes claw men, “hombres de garras”, de los que da razón el mito
chilcotin que hemos resumido (p. 245).
Ahora,
a partir de aquí es posible remontarse mucho más arriba: esas garras hechas de
cuernos de cabra, gracias a las cuales el héroe chilcotin provoca la derrota
del buho, transforman el cesto erizado de leznas por dentro en el que los buhos
shuswap y kutenai meten al héroe después de raptarlo; esas leznas transforman a
su vez las alimañas, alimento de buho, que guarnecen el cesto en versiones
salish más meridionales en las que el ave raptora recibe el papel de un amo
repugnante y no de un ogro (versión kutenai) o de un chamán que preside las
pruebas iniciáticas (versión shuswap). Al término de esta marcha regresiva,
reaparece entre los Sanpoil, que vivían al sudeste del área salish, y así del
lado opuesto a los Tsimshian, una referencia implícita al tema central de su
relato y del canto ritual que lo acompaña. En efecto, los Sanpoil llamaban a la
horquilla del poste central de la cabaña, que servía para las danzas en honor
de los espíritus guardianes, “percha del buho”.(13)
De
modo que si, pasando de los Chilcotin a los Carrier, un mito de origen salish
se transforma en cuento novelesco después de haberse primero invertido como
mito franqueando el umbral lingüístico y cultural que separa los Salish de los
Athapaskan, sufre, al cruzar otro umbral, una transformación diferente, esta
vez del orden de la tradición legendaria, para fundar determinadas modalidades
de un sistema ancestral. En un caso, se vuelca del lado de la novela; en otro,
hacia un lado que, si no es sin duda historia, pretende serlo.
Para
concluir esta vuelta al horizonte, volvámonos hacia el este, o sea hacia una dirección
geográfica opuesta a la de los Tsimshian. Esto va a permitirnos hallar otro
tipo más, tercero, de transformación, más allá del umbral cultural y
lingüístico que separa los Athapaskan de las tribus de la gran familia
lingüística algonquina, que se extendía hasta las costas del océano Atlántico.
Sus
representantes más occidentales eran, al norte, los Cree, colindantes con los
Athapaskan. Hacia el año 1880, los del lago Poule d’Eau contaban que había en
otro tiempo un poblado del que desaparecía misteriosamente un niño cada noche.
En otro rincón del pueblo vivía un chiquillo que gritaba y lloraba
continuamente. Un día, su madre encolerizada lo zarandeó con rudeza. El niño se
escurrió fuera de su piel “como una mariposa que sale de una crisálida”, y echó
a volar con la forma de un gran buho blanco.
La
mujer acechó el regreso de su hijo y descubrió que era él quien, mudado por la
noche en buho, se llevaba a los otros niños para comérselos, y recuperaba la
apariencia humana con el día. Reunió a los del poblado y acusó a su hijo,
concebido por ella de un hombre blanco. Condenaron a muerte al pequeño ogro,
que imploró a sus conciudadanos y, a trueque de salvar la vida, les prometió
grandes maravillas. Por último lo encerraron vivo con provisiones en un cofre
de madera alzado sobre estacas, y toda la población emigró.
Cuando
volvieron a aquellos lugares tres años más tarde, quedaron pasmados al ver en
el sitio abandonado un gran pueblo de casas de madera, habitadas por hombres
blancos cuya lengua los indios no entendían. Era una factoría comercial. Allí
vivía el niño-buho. Lo reconocieron, lo interrogaron; explicó que aquella nueva
población procedía de los niños que había raptado y devorado. “Pero él, vuelto
un gran jefe blanco, dio a los Cree armas, vestimentas, utensilios. Y desde
entonces los dos pueblos vivieron en muy buena armonía.”(14)
Es
un hecho que los Cree, así llamados por abreviación de Kristineaux (de
Kenistenoa, uno de los nombres que ellos mismos se daban), aparecen desde 1640
en las relaciones de los jesuitas y que, muy pronto, anudaron vínculos
amistosos con los franceses y los ingleses. Hacia fines del siglo XVII, servían
ya de cazadores y de guías para el comercio de las pieles, y su historia
posterior permanece estrechamente asociada a la de la Compañía de la Bahía de
Hudson y la Northwest Fur Company. Su versión del mito del niño arrebatado por
un buho resulta manifiestamente de una manipulación, operada para someter el
mito a esta historia por la que los Cree se distinguían de sus vecinos más
reservados con respecto a los blancos, si no es que hostiles.
Pero
se ve también que no se trata del mismo tipo de historia que aquella a la que
se refería la leyenda tsimshian, al costo de otra manipulación del mito. No
solamente por ser tribal en un caso, clánica en el otro, sino por razones más
profundas. Los Tsimshian trataban de justificar un orden que deseaban
inmutable, por una tradición cuyo origen remitían a la noche de los tiempos.
Los Cree adaptaban el mismo mito a una historia reciente, con la intención
manifiesta de justificar un devenir en curso y de validar una de sus
orientaciones posibles -la colaboración con los blancos- entre otras que les
quedaban abiertas. La historia de la leyenda tsimshian participa de lo
imaginario, pues jamás una humana casó con un buho; la del mito cree atañe a
acontecimientos reales, pues hubo blancos que tomaron mujer entre los indios, y
por fuerza hubo una primera vez en que éstos visitaran una factoría. En el
momento en que fue recogido el mito, sus relaciones amistosas con los blancos
pertenecían todavía para ellos a la experiencia vivida.
Así,
un mito que se transforma pasando de tribu en tribu se extenúa al fin sin
desaparecer por ello. Quedan dos vías libres: la de la elaboración novelesca y
la de la reutilización con fines de legitimación histórica. Esta historia, a su
vez, puede ser de dos tipos: retrospectiva, para fundar un orden tradicional en
un lejano pasado, o prospectiva, para hacer de tal pasado el primordio de un
porvenir que empieza a esbozarse. Subrayando con un ejemplo esta continuidad
orgánica que se manifiesta entre la mitología, la tradición legendaria y lo que
no hay más remedio que llamar política, deseamos rendir homenaje a un sabio y
un filósofo que jamás ha consentido hacer de la historia un lugar privilegiado
donde el hombre tendría la certeza de poder encontrar su verdad.
NOTAS
(1) Science
en conscience de la société. Mélanges en l’honneur de Raymond Aron, París,
Calmann-Lévy, 1971, vol. I, pp. 131-143.
(2) Boas 1895, pp. 9-10; 1901, p. 287;
1917, pp. 109-116; Phinney 1934, pp. 465-488; Jacobs 1934, pp. 27-30; Adamson
1934, pp. 193-195; Reichard 1947, pp. 109-116; Teit 1898, pp. 36-40; 1909, p.
684; Ray 1933, pp. 138-142; Hoffman 1884, pp. 28-29; Haeberlin 1924, pp. 414-417;
Hill-Tout 1899, pp. 534-540; 1900, p. 549; 1907, pp. 228-242.
(3)
Cf. nuestra reseña de enseñanza, Annuaire du Collège de France, 69º
année, 1969-1970, pp. 285-289.
(4) Boas 1917, p. 26.
(5) Teit 1909, pp. 698-699, 702-707;
1898, pp. 63-64, 87-89; 1912, pp. 265-268, 393-394; Boas 1917, pp. 26-30;
Hill-Tout 1904, pp. 347-352; Reichard 1947, p. 146; Farrand 1900, pp. 36-37,
42-43.
(6) Boas 1918, pp. 20, 37, 50.
(7) Cf. supra, p. 182.
(8) L. Farrand, Traditions of the
Chilcotin, pp. 36-37.
(9) Reichard 1947, pp. 169-170; Boas
1917, pp. 26-30; Teit 1912, pp. 265-268.
(10) D. Jennes,Myths of the Carrier
Indians, pp. 114-121.
(11) Hill-Tout 1904, pp. 347-352.
(12) Secret Societies of the Kwakiutl,
pp. 324-325 y lám. 1; cf. también Fifth Report on the Indians of British
Columbia, p. 572.
(13) Ray 1939, p. 129.
(14) E. Petitot, Traditions indiennes
du Canada
du nord-ouest, pp. 462-465.
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